domingo, 10 de janeiro de 2010

Um ensaio (que deveria ser) de leitura obrigatória

O ensaio de Andy Hargreaves «La Política Emocional en el Fracaso y el Éxito Escolar», in Marchesi y Gil (2003), El Fracasso Escolar: una perspectiva internacional, Madrid: Alianza Editorial (pp. 229-254), mostra como os mecanismos emocionais (desgosto, vergonha...) produzem o fracasso e o abandono escolar.

La «capacidad» y la distinción retroceden ante la emocionalidad expresi­va: etiquetándola de hortera, vulgar, estridente o torpe. La emocionalidad visceral es negativa, molesta y disgusta al poderoso sentido del orden y del control. Así pues, nuestra propia investigación acerca de las emociones de la ensenanza revela que las clases de secundaria son lugares en los que los pro­fesores tratan las emociones de los estudiantes no como un fundamento para aprender ni como un recurso que los profesores pueden explotar, sino como intrusiones molestas en el orden de la clase, y se piensa que tales estu­diantes traen dichos problemas de casa, de sus familias y amigos, y los pro­fesores sienten que deben controlarlos o mitigarlos de alguna manera (Har­greaves, 2000).

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Los que no son socialmente móviles, los que deben quedar atrás, no pue­den pagar o bien, no pagarán el precio de convertirse en personas menos li­mitadas, menos vulgares, menos repugnantes o que causen menos vergüen­za. Asimismo, rechazan sobresalir o quedar separados de sus iguales. La clase yel plan de estudios, las cosas que cuentan como logro, niegan y disminu­yen sus pasiones colectivas y fracasan a la hora de captar a los estudiantes pobres o pertenecientes a minodas con su propia ensenanza. No poder al­canzar la distinción a través de un plan de estudios abstracto, descontextua­lizado, y emocionalmente limitado, a través de criterios impuestos y arbitra­rios que cuentan como capacidad, medidos en pruebas de consecución estandarizadas; el único destino que les queda es convertirse en objetos para el disgusto de otros y la vergüenza que conllevan: la masa ingente que se abarrota, cuyo fracaso debe combatirse y a cuya violencia debe darse una to­lerancia cero. Para estas personas, los mecanismos para triunfar, sus «herra­mientas de libertad (por tanto), se convierten en (sus) fuentes de indigni­dad» (Sennett, 1973,30).

No es sólo la mera existencia de logros inferiores ni del bajo rendimiento lo que, por tanto, está en el corazón del problema del fracaso escolar. Son las clases de conocimiento y de aprendizaje las que apuntalan nuestros con­ceptos de capacidad y logros, y eso crea economías emocionales de inclusión y exclusión, distinción y disgusto, que tienen más importancia.

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Se ha demostrado que, en Texas, el movimiento por las pruebas estandarizadas ha acabado con el éxito que las escuelas imán a veces podían conseguir con los estudiantes pertenecientes a minorías al eliminar la pedagogía creativa y los cambios integrados de los planes de estudio que han permitido a los profesores comprometerse con los estilos de aprendizaje de los estudiantes y sus preocupaciones culturales (McNeil, 2000).

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En otras palabras, las emociones de logro y de fracaso están es­trechamente relacionadas con el propósito y el poder de la interacción hu­mana.

Cuando conseguimos algo o fracasamos, lo hacemos en relación a algo con­creto que hemos hecho o hemos descuidado: un acto, una tarea, un proyec­to de alguna clase. A este respecto, los logros o fracasos siempre tienen un contenido: el placer de cocinar una comida complicada (y deliciosa), tal vez; el orgullo de completar una caminata larga y exigente o la vergüenza de fracasar en un examen de conducir (con frecuencia, el caso de los profe­sores más exigentes que están tan acostumbrados al éxito en otro tipo de pruebas).
De hecho, el triunfo es una de las fuentes de emoción positiva más fuer­tes entre la gente. El trabajo del psicólogo, Keith Oatley (1991) demuestra que solemos ser felices cuando triunfamos en algo: cuando satisfacemos nuestros propósitos (Oatley y Jenkins, 1996). El aspecto emocional vigori­zante del triunfo procede del hecho de que las personas experimentan emo­ciones positivas cuando tienen éxito en los propósitos e intentos que son importantes para ellos: cuando los propósitos no son de otra persona, sino los suyos propios.

Este patrón es evidente cuando miramos a los datos relacionados con lo que produce emociones positivas de orgullo y satisfacción entre los profeso­res. En su estudio clásico, Schoolteachers (Profesores de escuela), Dan Lortie (1975) establece que los profesores se sentían muy orgullosos de las «recom­pensas psíquicas» de su trabajo: no recompensas extrínsecas ni adicionales a las condiciones de trabajo, sino el placer y la satisfacción de cumplir con los propósitos valorados con sus estudiantes: convertidos en buenos ciudadanos (p. 112), hacer que les guste aprender (p. 114), Y ser de beneficio a todos los estudiantes (p. 115). Las recompensas psíquicas de los profesores de Lortie eran mayores cuando conseguían un éxito espectacular aI cambiar el rumbo de estudiantes concretos (p. 123), cuando los estudiantes que se graduaban regresaban y les daban las gracias por su influencia (p. 123) Y cuando su tra­bajo era visible y reconocido por otros a través de demostraciones y manifes­taciones públicas (p. 125). Los estudios realizados sobre la satisfacción de los profesores muestran patrones similares: la satisfacción procedente del éxito en los aspectos clave del trabajo; especialmente al entablar relaciones positivas con los estudiantes y marcando la diferencia en sus vidas (por ejemplo, Nias, 1989; Dinham y Scott, 1997).

Cuando las personas no pueden conseguir sus propósitos, la consecuen­cia es la ansiedad, la frustración, la rabia, la culpa y otras emociones negati­vas. Esto puede darse cuando las personas encuentran obstáculos a la hora de conseguir sus objetivos (por ejemplo, cuando las reuniones, las evaluacio­nes de rendimiento o el papeleo dejan poco tiempo para entablar una rela­ción con los alumnos), cuando se ven forzados a darse cuenta de los objeti­vos y agendas de otras personas que ellos juzgan inadecuadas, poco claras o repugnantes (como en algunos requisitos obligatorios del plan de esrudios); cuando buscan o se les pide que cumplan objetivos o estándares que ellos creen que se encuentran más allá de su alcance (por ejemplo, cuando los es­tándares de aprendizaje definidos son muy ambiciosos y de aplicación para todos, de forma que los profesores piensan que es imposible que algunos de los ninos cumplan con tales objetivos); o cuando no son capaces de elegir entre muchos objetivos (por ejemplo, los relacionados con rápidas reformas multifacéticas) (Hargreaves y otros, 2001). Es entonces cuando los profeso­res pierden el sentido de sus propósitos: literalmente, se desmoralizan (Nias, 1991).

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Poder y vergüenza

Las emociones de las personas se forman, en parte, por las experiencias de poder y de impotencia que viven. Las emociones son fenómenos políticos y personales. Como Kemper (1995) afirma, «un gran número de emociones humanas puede comprenderse como respuestas al poder y/o los significados e implicaciones de estatus de las situaciones». El trabajo de Kemper muestra que cuando experimentamos un aumento de nuestro propio poder, más se­guros nos sentimos ya que estamos protegidos. Cuando nuestro estatus cre­ce, sentimos felicidad, satisfacción y plenitud, además de orgullo si somos responsables de ese ascenso, y gratitud si el responsable es otra persona. A la inversa, pero de igual importancia, es el hecho de sentir miedo y ansiedad cuando se reduce nuestro poder, sentimientos que proceden de la compulsión; y cuando sufrimos una pérdida de estatus, sentimos rabia hacia los res­ponsables, depresión si la situación nos parece irremediable, y vergüenza si nos creemos los propios responsables.

La vergüenza es una de las emociones más importantes en las culturas occidentales, y también una de las menos comprendidas. Su presencia es prominente y explícita en las políticas que se encargan de nombrar y aver­gonzar a las escuelas que fracasan y a los profesores que fracasan directamen­te, llamando la atención hacia ellas al dar a conocer su mala posición al final de la tabla publicada sobre rendimiento en las escuelas, y al intentar aver­gonzar a la profesión de la ensefianza, en general, castigando a todo el siste­ma educativo al tacharlo de fracaso (por ejemplo, en comparación con otros países en las calificaciones internacionales).

La crítica de los gobiernos y los medias de comunicación para avergonzar públicamente a las escuelas y a los profesores ha llevado a que muchos inves­tigadores educativos y miembros de la profesión educativa emitan respuestas críticas, e incluso han llegado al escándalo moral. Stoll y Myers (1998, 4) han expresado esta especialmente bien en sus observaciones acerca de la prác­tica de nombrar y avergonzar a tales instituciones en el contexto británico:
Si nos cenrramos en el lenguaje de la política nacional, nos daremos cuenra de que hay escuelas que necesitan «medidas especiales» ... y escuelas con «serias debilidades» [ ... ]. En las visitas realizadas a tales escuelas, hemos escuchado histo­rias desgarradoras de shock, desesperación, desesperanza e impotencia, similares a las experiencias de los que se enfrenran a una pérdida familiar [ ... ] Desde nues­tro punto de vista, la forma en la que los políticos y los medios de comunicación utilizan el lenguaje, con frecuencia, ha exacerbado y prolongado los problemas de las escuelas que pasaban dificultades [oo.] Ha conrribuido a rebajar la moral de los profesores y los senrimientos de impotencia y, por medio de la exposición re­gular a las historias de horror, ha animado al público a creer que la mayoría de las escuelas tienen unos estándares bajos, y que una minoría importante está en un estado de crisis perpetua. Antes he dicho que las mejoras a largo plazo sostenidas, antes que los arreglos rápidos a corto plazo, dependen de la capacidad de competencia, confianza y colegialidad que hay entre el personal, en la que los profesores se sienten lo suficientemente seguros para asumir riesgos a la hora de mejo­rar sus prácticas. Combatir el fracaso escolar a largo plazo depende del desa­rrolio en las escuelas y en los sistemas escolares de esta capacidad humana básica.

En educación, podríamos crear unas políticas de ensenanza y educación más positivas desde el punto de vista emocional, si, como base de una mejora real, los gobiernos comenzaran a reconocer sus contribuciones anteriores y presentes a los problemas educativos actuales bajo la forma de una pobre fi­nanciación de la educación pública, mala gestión de los procesos de refor­ma, e infravaloración de la profesión de profesor. Los profesores y sus sindi­catos tambiên deben participar en este ritual de apología, reconociendo sus fracas os pasados para no dejar sin castigo la incompetencia de los profesores o para abrazar cambios educativos desafiantes, en vez de oponerse simple­mente a las agendas de reforma de otras personas. Más aliá de estos rituales de apología, la antropóloga Mary Douglas afirma que las culturas de culpa­bilizar pueden reemplazarse por enfoques sin culpa para la resolución de pro­blemas, como en los seguros o el divorcio sin culpa. Este enfoque hacia la reforma escolar entre los profesionales y las comunidades en las escuelas Co­mer de Estados Unidos es uno de los ejemplos que pueden ilustrar esta idea.

Com a devida vénia a José Matias Alves

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