He leído un libro sobrecogedor. Lo ha escrito el neurooncólogo pediátrico portugués Nuno Lobo Antunes. Trabaja con niños que tienen cáncer.
He oído a alguien decir que no hay otra argumentación más convincente contra la existencia de Dios que este horrible binomio: oncología infantil. Pero, por lo que cuenta, el autor es un fervoroso creyente que hace frecuentes referencias a su visión trascendental de la vida.
Cuando le preguntan a Lobo Antunes cómo es posible vivir a diario con tanto dolor, contesta: “La respuesta es muy simple: es un privilegio conocer la humanidad en todo su esplendor”. Mi admiración y mi asombro para este profesional de la salud que cuenta en el libro cómo se enfrenta a esos diagnósticos fatales, cómo se relaciona con los pacientes y cómo comunica a las familias el trágico desenlace. Pero no voy a entrar en el estremecimiento que producen las historias que ha vivido y que, con buena pluma, cuenta a sus lectores y lectoras. Voy a otra cuestión que considero importantísima. Me refiero a la competencia profesional.
En uno de los capítulos habla de las mujeres que se ha encontrado en su trabajo. Se refiere, entre ellas, a una doctora, extraordinariamente competente. De ella cuenta la siguiente anécdota.
“Un día fue conmigo a ver a un enfermo. Éste se retorcía de dolor, pero hablaba bien del médico que lo había acompañado durante la noche sin aliviar, sin embargo, su sufrimiento. Sonrió al enfermo, le recetó lo que necesitaba. En el pasillo, cuando elogié el trabajo del médico, el hecho de que no hubiera abandonado la cabecera del enfermo, me dijo: Preferiría que fuese competente”.
Es necesaria la buena disposición del ánimo, el respeto al paciente, el amor incluso. Pero no se puede olvidar que la competencia profesional es imprescindible para el ejercicio de una profesión que tiene tanta trascendencia para los pacientes. Cuestión, a veces, de vida o muerte. El médico de la historia había permanecido toda la noche al lado del enfermo, lo había consolado, lo había animado, pero no había sabido aliviar su dolor. De ahí la exclamación de la doctora. De ahí su pesar. Está bien que lo acompañe, pero es más importante que lo cure. Para eso hay que saber y hay que saber hacer.
No son cuestiones incompatibles. Lo ideal es que estén siempre vinculadas. Es más, una relación positiva con el paciente llevará al médico a formarse y a conseguir la capacitación para ofrecer a esa persona a la que quiere y respeta la solución que busca y necesita. No es correcto, a mi juicio, establecer este dilema: o amas o curas. Creo que se puede curar amando y que ese amor es parte de la curación. El amor no basta para restablecer la salud.
Por eso se habla tanto hoy del currículo por competencias. A nadie le gustaría encontrarse con un médico que se supiese de memoria los síntomas del infarto pero que, llegado el caso, no supiese cómo asistir a un infartado. En algunos hospitales se está evaluando la capacitación profesional contratando a actores que fingen los síntomas de una enfermedad. El evaluado tiene que actuar de manera eficaz para atenderlo. De poco valdría que, en un examen teórico, hubiera sido capaz de identificar los síntomas e, incluso, de describir en qué consiste la intervención si, llegado el momento, no saber actuar correctamente.
Cuántas veces siento el temor de que mi hija tenga una enfermedad. El amor que le tengo, probablemente, no puede ser mayor, pero está claro que la falta de competencia me convertiría en una ayuda inútil, en una lamentable compañía a la hora de diagnosticar y de operar. Necesita amor, sí, pero con el amor sólo no se va a curar. (…)
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